Cuadrillas de mujeres con sus bebés, colonos y migrantes trabajan en los prósperos enclaves cocaleros, a pesar de la cacería antidrogas en Colombia.
Incrustados en las montañas del Cauca, en el suroeste del principal país productor de cocaína en el mundo, están los territorios de “San Coca”, llamados así por la devoción al cultivo que lo provee todo.
Son hasta 10 mil personas que se volcaron a la siembra prohibida después de cosechar pérdidas con la yuca, el maíz, el café y la caña.
“No nos consideramos parte del Estado, porque para el Estado no existimos o bien somos un estorbo”, señala Reinaldo Bolaños, un líder comunitario.
La agencia AFP llegó a estas aldeas del río Patía donde se consolidó “la economía de la coca”: un entramado de actividades en torno al cultivo y procesamiento de la hoja de la que se extrae la cocaína y que controla grupos armados.
Por décadas la guerrilla fue autoridad de facto. En 2016, cuando firmó la paz, salió del Cauca para su desarme. El Estado, que en teoría debía llenar el vacío, nunca llegó y los rebeldes están de vuelta.
“La coca ha nacido como respuesta al abandono institucional y le ha permitido a toda la población de estas localidades alcanzar un mínimo de dignidad”.
Azael Cabrera, portavoz de Agropatía.
Familias y su economía relacionada con el cultivo
Después de medio siglo de guerra contra las drogas, el polvo blanco sigue saliendo por toneladas hacia Estados Unidos y Europa, principalmente. Durante este tiempo, 10 gobiernos han tratado infructuosamente de acabar con el negocio que financia a alzados en armas y ejércitos que creó el narco, con un alto costo en vidas.
Entre 2016 y 2018 la ONU calculó que hasta 201 mil familias se dedicaron al cultivo, poco más de un millón de personas, lo que a la fecha representaría el 2% de los 50 millones de colombianos.
El boom cocalero llegó esos años de la mano del acuerdo de paz con las FARC, que ofreció a los cultivadores compensaciones económicas y el fin de la persecución judicial si destruían sus cultivos ilegales voluntariamente.
Autoridades y expertos coinciden: los campesinos interpretaron el pacto como un incentivo para plantar más y recibir mayores beneficios por la erradicación. También hubo mayor demanda de cocaína y se fortaleció el dólar con respecto al peso colombiano, lo que elevó el precio de la pasta base.