Los científicos estudian la capa de suelo congelada de manera permanente, conocida bajo el nombre de permafrost.
Protegida por altas montañas nevadas, Stordalen es una meseta pantanosa y plana, marcada por pequeños estanques de barro y lodo. Un olor a huevo podrido se esparce en el aire fresco de este rincón del norte de Suecia.
El característico olor a huevo podrido proviene del ácido sulfhídrico, a veces llamado el “gas de los pantanos”. Pero es otro gas, inodoro en estado natural, que pone en alerta a la comunidad científica: el metano.
Atrapado desde hace a veces miles de años en el permafrost, el carbono se está liberando y entra en la atmósfera.
Entre el metano y el dióxido de carbono (CO2), el permafrost contiene el equivalente a más de 1.7 billones de toneladas de carbono orgánico, casi dos veces la cantidad de carbono ya presente en la atmósfera.
Si bien permanece en el aire sólo 12 años, en lugar de siglos como es el caso del CO2, el metano tiene un efecto invernadero 25 veces más importante.
Círculo vicioso del permafrost
“Cuando los investigadores comenzaron a examinar estas tierras” en 1970, “esos estanques no existían”, explica Larson, coordinador de proyecto para el Centro de Investigación de Impactos Climáticos de la Universidad sueca de Umea, con base en la Estación de Investigación Científica de Abisko.
Larson entierra una barra de metal en el suelo para llegar a la capa “activa” del permafrost, la parte que se descongela en verano.
El permafrost -el suelo que permanece congelado de manera permanente dos años consecutivos- está presente en cerca de un cuarto de las tierras del hemisferio norte.
En Abisko, el permafrost tiene hasta una decena de metros de espesor y se remonta a miles de años. En Siberia puede alcanzar un kilómetro de profundidad y cientos de miles de años de congelación.
Con el aumento de las temperaturas, el permafrost comienza a descongelarse. Con ello, las bacterias descomponen la biomasa almacenada en la tierra congelada, lo que provoca nuevas emisiones de CO2 y de metano, que a su vez aceleran el calentamiento climático en un temible círculo vicioso.
¿Punto de no retorno?
Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de la ONU, el permafrost podría retroceder “significativamente” de aquí a 2100 si no se reducen las emisiones de CO2.
En los últimos 50 años, la temperatura anual media en el Ártico subió 3.1 grados, en lugar de un grado para el conjunto del planeta, había advertido en mayo el Programa de Vigilancia y Evaluación del Ártico (AMAP, según sus siglas en inglés).
La cuestión es saber si el permafrost ha alcanzado un punto de no retorno, un temido momento hacia una desaparición lenta y completa en la que la liberación de gases es ineluctable y el cambio del ecosistema se vuelve irreversible.
Los científicos se preocupan, por ejemplo, de ver la selva amazónica transformarse en sabana o los casquetes glaciares de Groenlandia y la Antártida desaparecer por completo.
Riesgo para la vida humana
El deterioro del permafrost también plantea otros riesgos para las poblaciones y amenaza infraestructuras como las cañerías de agua y los desagües, oleoductos y depósitos de almacenamiento de desechos químicos o radiactivos, según un informe del ministerio ruso de Medio Ambiente de 2019.
El año pasado, un depósito de combustible se quebró luego de que sus cimientos se hundieran de manera repentina en el suelo cerca de Norilsk en Siberia, vertiendo 21 mil toneladas de gasóleo en los ríos aledaños.
Para muchos investigadores, una lección importante del Ártico es que algunos de esos ecosistemas ya están fuera de control para el hombre.
Modificar nuestro modo de vida para que caigan las emisiones “será el inicio de un proceso de adaptación a un clima que va a volverse más cálido durante mucho tiempo”, concluye el especialista en Keith Larson.