Ella fue Violeta, Jimena, Valeria y Alejandra. Durante los tres años en que trabajó como bailarina nocturna en la CDMX tuvo nombres de una noche y luces neón iluminando sus bailes todos los días. Hoy es la misma Regina que salió de su natal Córdoba, Veracruz, a los 22 años y lo único que le quedó de aquellas jornadas de alcohol, música y hombres, es el nexo que la une a un tubo.
Luego de estudiar Comunicación y Teatro, supo muy pronto que su futuro estaba en la capital del país. Y aunque al mudarse encontró algunos trabajos, los cobros de renta llegaban puntuales, necesitaba más dinero y decidió entrar como bailarina a un tabledance de la Zona Rosa.
Cada hora que pasó entre las mesas desbordantes de lujuria en el club, la hicieron otra.
"Es un ambiente muy pesado. Diario convives con tipos borrachos, prepotentes, luchas de egos con otras chicas, drogas y mucha fiesta. No a todas les va mal; en realidad, a muchas les gusta. Pero yo sí terminé harta". Regina.
Hoy tiene 31 años ("bien vividitos", dice ella) y un cuerpo torneado por la memoria de su pasado y las 16 horas de lecciones de poledance que imparte a la semana.
Las jornadas en el club nocturno le clavaron recuerdos, pero también la hicieron de un ojo clínico perfecto para detectar patanes y una visión nueva para valorar su cuerpo y su paz interna.
"El pole me sacó de ser bailarina nocturna y vivo de dar clases. Mi relación con el tubo es de amor-odio, como si fuera una droga. Sin embargo, no me puedo imaginar sin él", dice.
No más Violeta, ni Jimena, ni Alejandra. Ella es Regina: